martes, 4 de diciembre de 2012

Cuento de amor en un día de muertos


En víspera de la celebración de los fieles difuntos, Héctor y María tuvieron el marco ideal para que su intrincada historia de amor diera sus primeros pasos en lo concreto.

Si en este relato los protagonistas se confesaron sus sentimientos, fue quizás por ceder a un deseo caprichoso que aparecía constantemente en los sueños de Héctor. En realidad, todos los romances son secretos, aún los que se confiesan.

Puedo imaginar con claridad a Héctor: está recostado en su cama y piensa en ella. A decir verdad, no es necesario verlo para darse cuenta de la presencia de María. La habitación entera desprende el aroma de su recuerdo. La luz de la tarde que entra por la ventana se refracta al atravezar el aire espeso que Héctor evoca. Cambia de tono. Se vuelve ámbar y acaricia las cosas en lugar de cumplir con su misión iluminadora.

La conoció hace un año en un café al aire libre. Ella escribía sin poner mayor importancia al mundo exterior, me refiero al que estaba más allá de los bordes de la mesita del café. Esa indiferencia siempre será un encanto. Los lentes en la punta de la nariz, la mirada asomada por encima de ellos, "un americano por favor", el cabello claro y un poco despeinado de tanto pasarse la mano por la cabeza. De pronto sintió su presencia. Volteó y las miradas se engancharon en un instante fugaz. El tuvo la certeza de que algún día la conocería.

Todos sabemos que hay miradas como presagios. Son parte ineludible de nuestro destino. Después de varios meses, y sin poder precisar cómo fue, ambos quedaron de verse en el museo de antropología. La Sala Mexica; el lugar romántico por excelencia.

La vio llegar apresurada, apenas diez minutos tarde.

- Hola, ¿llevas mucho esperándome?
-No. Un rato nada más.

Se saludaron de beso. Un beso deliberadamente distraído, cerca de los labios. Entraron en la sala obscura y silenciosa. Al llegar a los pies de La Coatlicue, María se detuvo. Permaneció callada mientras contemplaba las serpientes encontradas en lo alto de la Diosa. Apenas se oía el murmullo de unas voces del otro lado de la sala.

-Coatlicue, María. maría, La Coatlicue -Héctor hizo el ademán de presentarlas.
-Ya tenía el gusto, gracias -dijo María-. Además, es de mis favoritas.
-O sea que son viejas conocidas.
-Se podría decir.

Ambos se encontraron ante el abismo de las palabras. Ninguno se atrevía a hablar de otra cosa que no tuviera que ver con las esculturas. La muerte de un deseo fue en ese momento una ofrenda a La Coatlicue. Sin embargo, en México, la muerte es sinónimo de vida. Al morir un deseo por primera vez, resucita con mayor fuerza. Un deseo puede morir miles de veces, quizás así se alcanza la pasión.

Se vieron durante varias semanas. Una noche, después de que María estuvo con Héctor, se encerró en su cuarto. Se sentó en la cama mientras veía un punto fijo, mientras se acariciaba un pie. Al recobrar el sentido del tiempo se dio cuenta de que su mente había estado en blanco por más de media hora; quizás de visita en la dimensión de las sensaciones. Miró su pie y sonrió.

El dos de noviembre fueron a ver las ofrendas de muertos al espacio escultórico. El viento de la noche hacía que las veladoras pintaran de movimientos amarillos las flores de cempasúchil. El copal penetró más alla de la noche. María alzó la vista y vio cómo la luna llena se levantaba en el cielo rojizo. Jaló a Héctor para que también la viera.

Bajaron al centro del gran círculo que forma la escultura; se sentaron juntos en una piedra; permanecieron quietos y en silencio.

Un mar de grillos llenó el espacio que ellos callaron.

María se volvió hacia Héctor. Al mirarse comprendieron que en ese momento las palabras eran un compromiso inútil. Se besaron en una última ofrenda a la muerte de las razones.

Víctro Artasánchez
@Artasanchez
Viajes inesperados

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